Right to be wrong


Sucedió ayer, lunes. Me levanté sin ganas. No dormí bien. No había llorado (es importante destacarlo por lo que sigue continuación) no tenía ganas de nada. Estoy perdiendo a mi mejor amiga por una encamada playera, no entiendo por qué… ¡si no hice nada! Yo me puedo acostar con quien me dé la gana. No entiendo su enojo, pero, bueno, hay un Dios. En el trabajo se me ocurrió que si le regalaba algo podríamos al menos hablar. Así que le pedí a Pablo que me diera un ride al centro, tenía la intención (yo todavía de buena gente, deveras) de ir hasta la librería favorita de Mafer, la esotérica que está en Independiencia, a un lado de Farmacias del Ahorro, donde hay puros libros densos y raros, y las calcas de OM que le gustan a aquella. Lleva semanas queriendo uno sobre los chakras y el amor. Me sentía triste pero no lo hablaba con nadie. ¿Para qué? No quiero ser Cass la fastidiosa. El caso es que Pablo me dejó en el Monumento a la Revolución, primero caminé en chinga para llegar a Juaréz, pero después dije: Y yo por qué chingados tengo que comprarle algo a aquella, nembre. Así que en vez de eso mejor caminé. Caminé ante la esperanza de sentirme de mejor ánimo y vino una canción a mi mente.  
  
Una jotería de Raphael  no están para saberlo, pero mamá es fan de Raphael. Crecí escuchando esas canciones. Y ésta la recuerdo de una manera particular: los domingos. Mamá siempre la cantaba los domingos, cuando nos arreglaba para que papá pasara por nosotros e ir de paseo a Reino Aventura, no recuerdo cuánto tenían de separados pero mamá la cantaba siempre muy extra emocionada, gesticulando demasiado, como poseída por Raphael. Yo, en ese entonces, me preguntaba: "¿Qué le pasa a mamá? Por qué anda tan rara?" ahora ya entiendo, seguramente mi mamá se echaba unas copitas antes de ver a mi papá entrar por la puerta del departamento y pretendía estar bien, fingía liberación y pavoneo. Como diciendo: Hey, a mi el divorcio no me hizo nada. Pero, tal vez, en cuánto saliamos escandalosos por la misma puerta, se echaba a llorar en la cama. Ese flashback tuve caminando por Juaréz, viendo la gente, tantas vidas, tantas historias, y lo más probable que todos con dos temas en común:  la insaciable necesidad de amor y aceptación. ¿Para qué comprarle un libro a Mafer? Estaba en la esquina, todavía podía pensarlo. Pero era mejor comprarle algo a la mujer más importante de mi vida, yo. Así que di la vuelta y entré a la Gandhi buscando el nuevo libro de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte . En ese habla del amor, el duelo amoroso y las rupturas infinitas que se llevan parte de nosotros mismos, basado en torno a unos diarios de Marie Curie  que escribió cuando se murió el amor de su vida. Pero no estaba. Me quedé parada  frente a Bellas Artes, con los ojos húmedos y sin saber qué dirección tomar. 

Caminé hacia el monumento a Revolución otra vez. Con una sensación nostálgica qué sé describir. Me senté en el lado izquierdo de la banca que está frente a Wings, apoyando mi bolsa en el descansa brazos. Y entonces ví la gente pasar, caras felicies, caras pensativas, grupitos escandalosos de adolescentes con risa, turistas impresionados, vagabundos drogos, jotos enamorados tomandos de la mano, tanta pinche gente en el mundo y yo sintiéndome tan sola. En mi mente vi a Vanessa y a la tetona riéndose a carcajadas. ¿Te cae? ¿Estás super enamorada? ¿Eres feliz? Y me dí cuenta que me debería importar un carajo. Me atrapó el anochecer contemplando al ángel sobándole la espalda a Juaréz. Los perros paseando más felices que yo. La noche me iluminó con lágrimas, terminé llorando, al principio muy despistada, pero ya después sin ningún reparo, no sé bien por qué, pero la cuestión era sacarlo. El señor canoso del puesto de libros new age de enfrente (al que le gusta escuchar audiolibros y es algo tímido al hablar) me miraba sin animarse a preguntar mientras cerraba el negocio. A mi ya no me importaba tanto. Me estaba sintiendo tan bien simplemente llorando. Pero en la calle una ya no puede llorar a gusto. Después llegó una mujer policia toda sexy que me dijo: "¿Está todo bien, señorita?" "Sí oficial, cosas del amor. No se preocupe" sonrió un poco. "Echele ganas". Ganas. A veces las ganas no son suficiente. Veinte minutos después, cansada por las lágrimas y fastidiada por los bluseros que tocaban al lado, tomé un taxi 111 y me fuí dejando esa noche en mi memoria

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